Ignitos |
El fuego es un más allá del pensamiento
Por Roberto Ferro
La incandescencia, escrita y reescrita en los fragmentos de Ignitos de Ana Abregú, impone a la mirada lectora que los recorre un campo de intensidades, territorios donde se intersectan gestos de un pensamiento impuro, nunca alterado por el descubrimiento de la verdad sino que aspiran a la disposición de formas lábiles de un decir poético más que reflexivo. Ninguna de esas incandescencias se deja falsificar en una cómoda representación; mucho menos es posible semejante reducción a medida que la figuración, con su insistencia, se estratifica más y más, y se complica semánticamente. En los textos de Ignitos, las iluminaciones de las brasas se diseminan, se expanden, iluminan y también se enlutan y debilitan, acaso porque solamente así es posible que emerjan, en agónica confrontación, las ideas en su fuga perpetua, sólo entreverando, de modo indecible, esas fulguraciones se entrevén insistentes las huellas de la memoria o las ausencias inasibles del olvido. Al modo de los pensamientos intempestivos nietzschianos, las voces que profieren los fragmentos se presentan como la diversificación de fuerzas casi personificadas que se sitúan, alternativamente, al reparo de tradiciones proclamadas y de la intemperie de las innovaciones de las cegueras de los estereotipos; desde esos puntos de ignición es posible vislumbrar cómo la palabra impulsa a descubrir un algo que le es exterior o anterior, un mundo que lo influye y lo determina. Es a ese punto al que tienden las iluminaciones, un punto en el que las voces no se consumen en el ardor de las deflagraciones sino que se desplazan por la incesancia de la danza de cada llamarada; hasta las más tenues son una red de estancias móviles, estancias que son simultáneamente la quietud y la agitación, como un río cambiante, como una mutación discontinua y obstinada de significaciones.
“Hay días de tiempo perpetuo, infamantes”, así la repetición, una forma anticipada de la muerte, se trastorna en el anuncio de una amenaza: el de la finitud de lo invisible, el ojo que lee queda entonces atrapado en las estrías del sueño de la piedra y vacila frente al laberinto de la letra que es siempre otra cada vez, “A la pequeña cosa, sellada en una piedra, donde la eternidad dejó su huella”.
“Decepciones, savia del empecinado seductor: el tiempo”, mientras se expande declina, en esa tensión da a leer su propia paradoja, la finitud, tal palabra es en definitiva para sus lectores una palabra imposible, nunca nombrada a los largo de todas las secciones. La obra de la escritura de Abregú consiste en atenuar la plenitud del vacío, decir tiempo para que el ojo se quede un palmo más acá de la simple representación y se deslice al abismo interminable de la continuidad, que es para el lector un más allá, siempre otro cada vez.
“Desbaratar el orden diáfano, fortuito, desigual; borrar las líneas de las manos, entrar lentamente en el paraíso de las trivialidades, la razón; matar al tiempo”, esa palabra que retorna en la escritura de Ignitos, retorna con la tenacidad del olvido y con la infidelidad de la memoria, nombra a través de un exceso la precariedad de la presencia en el sentido de fulguración; en efecto, es en la ausencia que la palabra poética encuentra su posibilidad de emerger a la luz, pero es en el sentido de un inevitable declinar el que conduce por el estrecho sendero múltiple y único del laberinto. La palabra poética desborda el pensamiento, el pensamiento debe elegir los sentidos, acordonarlos, regimentarlos, le resulta insoportable la confabulación entramada de la multiplicidad de una pasión anunciada en la lumbre de cada ardor.
La ignición en la textualidad de Ana Abregú habla una lengua en la que el pensamiento queda excedido, éste debe su lucidez a las operaciones de elección, entre presencia y ausencia, “Sin alas ni memoria, todo ese pasado imperfecto memoria y olvido”, entre fulguración y opacidad, en cambio la palabra poética arroja su red de fuego sobre la memoria, “A las sangres extintas, el sabor disimulado, el adiós hecho de conjeturas, armonías, memorias secretas, lúcidas, caudalosas, margen, itinerario y pocas palabras que no alcanzan para el olvido”. El pensamiento se conforma en el interior de un juego de elecciones, la palabra poética como exceso desmonta el compromiso que el lenguaje tiene con la especulación intelectual, su gesto es un exilio, al mismo tiempo que una repatriación, ambos tramados de modo indecidible y en tanto que suplemento se abre a las infinitas formas de la oscilación que los une, los separa, los contamina, en un eterno retorno de la diferencia.
“La pasión elige sus resortes, su poder roza la crueldad, la vida se vuelve una parodia de excesos y la gravedad no aplica al cuerpo”, porque la vida, la sensación de vida, aludida por Abregú en su escritura, se afilia con el sentimiento de la existencia, que a veces suele vincularse a una intensidad gloriosa, pero que necesariamente se impone para su culminación de un cierto vacío para que configurar una identidad, incluso cuando la pasión amorosa emerge jubilosa es porque hay un vacío en el lenguaje que impide nombrarla con nitidez.
“El espejo roto es una historia congelada, como una fotografía, reflejos exasperados, ávida luz, fulmínea, un tajo en la mirada, como romper una llave al enigma de otro tiempo, la paciente red de cazar gestos”. La luz se teje con el ojo y la mirada, se teje por el ojo y la mirada en la repetición y la diferencia, así en los textos de Ignitos la luz que Ana Abregú escribe, y que se da a leer, como el sol se muestra y desaparece, está en la materialidad de la letra pero ausente en la necesidad de la repetición, se deja leer, se ofrece a la mirada pero se torna invisible y vacía en el desplazamiento, en la migración, en la duplicidad de los espejos, en lo que hay de resto visible en la noche invisible. La luz de la ignición y las marcas que dicen su permanencia lábil se unen en una serie cuyas estaciones son las innumerables modulaciones existenciales, y cuyo enlace es la remisión misma, el entramado interminable, el más allá, el otro lado, el movimiento del aparecer deslizándose a la ausencia, el tránsito, el pasaje.
“Hay maneras de confiar al cuerpo afinidades, abandonarse al antojo del énfasis epigramático, tallar la presunción de un comienzo, armar la causa, extenderse fuera de sí. Ser en tu mirada”. La palabra poética de Ana Abregú, digo el resto, el encuentro, la confabulación de la mirada fugaz de que la lea y su escritura enhebran un juego de postergaciones infinitas, así ligadas a la promesa de que la amenaza aleve de la finitud puede ser conjurada, es posible imaginar que en la permanencia testamentaria de esa escritura, se inscribe la huella en la memoria del olvido como una gota de luz, que tiembla como las llamas de una fogata perpetua, una gota intermitente, indecisa que parpadea, quizás la culminación de un viaje por los márgenes de la palabra, un viaje en el que el lector, pienso el viajero y digo el lector, imagina elegir el camino mientras no advierte que él mismo es el trazado del laberinto. “Exorcizados, limpios, oímos y escucha, litigio en tránsito, la lluvia replica los espejos del laberinto al arbitrio de poemas; huella y brevedad, organizan la combustión que neutraliza la melancolía y su percusión”.
He leído los fragmentos de Ignitos de Ana Abregú asediado por la conjetura de que un libro nunca está terminado, que siempre se puede encontrar algo para ser para presentar una palabra suplementaria que, despojada aquí de las instancias mediadoras de la evaluación crítica, le permite interrogarse acerca de las motivaciones que incitan su práctica, de las singularidades poéticas que la definen o de la peculiar inserción en el devenir histórico que asume, sea con relación a una tradición literaria específica o en el contexto de procesos culturales y sociales más amplios.
Los fragmentos epigramáticos de Ignitos se caracterizan precisamente por crear un espacio de indeterminación entre la poesía, ficción y una especie de autobiografía de lecturas. Lo que complica un poco la aparente separación entre una voz discursiva distinta en los ensayos e intervenciones críticas o la luminiscencia de las imaginaciones literarias.
No hay en la escritura de Abregú un gesto lindante con la revelación, sino más bien estallidos de un fulgor y sus incesantes resplandores, poniendo en la traza de sus palabras la gran cuestión de todo escritor, sin distancia, el mundo, las cosas, los otros, abruman. Por eso no hay convocatoria a testigos que se conmuevan se desmonta el presente para reescribirlo como futuro del pasado, aquí donde toda sublevación es una mueca pasajera.
Este libro consuma la continuidad de una voz incisiva de la literatura argentina contemporánea. En la escritura de Ana Abregú, en la continuidad de su escritura la luz del sentido no se debilita si logra perturbar la mirada lectura, por eso busca su complicidad, se deja atravesar por ella. Para mi mirada de lector, la incandescencia de su imaginación habilita lo propio de la voz, las estrías de la piedra anuncian los temblores del desierto y yo me entrego a los tenues rumores del mundo y a las irradiaciones de una lengua poética única.
Buenos Aires, Coghlan julio de 2022.
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